14 agosto, 2007




La casita esquina de tres pisos era una cuenca sin vida en ese amanecer en que la Loca del Frente no había pegado los ojos tratando de borrar sus huellas de cada rincón, quemando papelitos con números de teléfonos y direcciones, barriendo pisadas, limpiando los vidrios, por si alguna marca dactilar era descubierta, y recién en la mañana pudo respirar tranquila con sus cosas más afectivas embaladas en dos grandes paquetes. Entonces encendió un cigarro y subió al altillo para ver ese horizonte gris con los ojos de un desahuciado. Y sentada frente a esa perspectiva, dejó escapar motas de humo, preguntándose: ¿Cómo se mira algo que nunca más se va a ver? ¿Cómo se puede olvidar aquello que nunca se ha tenido? Tan simple como eso. Tan sencillo como querer ver a Carlos una vez más cruzando la calle sonriéndole desde allá abajo. La vida era tan simple y tan estúpida al mismo tiempo. Ese panel de ciudad en ciento ochenta grados, era la escenografía en cinerama para un necio final. Cómo le hubiera gustado llorar en ese momento, sentir el celofán tibio de las lágrimas en un velo sucio cayendo como un blando y lluvioso telón sobre la ciudad también sucia. Cómo le hubiera gustado que toda su enjaulada pena rodara fuera de ella en al menos una gota de amargura. Sería más fácil partir, dejando quizás un pequeño charco de llanto, una mínima poza de aguada tristeza que ninguna CNI pudiera identificar. Porque las lágrimas de las locas no tenían identificación, ni color, ni sabor, ni regaban ni un jardín de ilusiones. Las lágrimas de una loca hucha como ella, nunca verían la luz, nunca serían mundos húmedos que recogieran pañuelos secantes de páginas literarias. Las lágrimas de las locas siempre parecían fingidas, lágrimas de utilería, llanto de payasos, lágrimas crespas, actuadas por la cosmética de la chiflada emoción. La cuidad a sus pies, aclaraba relumbrona en los pespuntes del tímido sol. Esa malla de oro se iba esparciendo por el oleaje de techumbres careadas de miseria, la lluvia del reciente invierno había lavado las superficies de zinc, donde refulgía ese oreado calor. Desde arriba divisó el auto al doblar la esquina y luego detenerse sin ruido frente a la casa, es hora de partir nena, se recitó a sí mismo, tirándole un beso al ayer que evaporaba su adiós en el herido remanso del amor viejo.




Tengo miedo torero. Lemebel
Foto.Man.Ray.Tears