22 diciembre, 2007

Un charco por letra (microcuento)


Era una cama pequeña, pero lo suficientemente espaciosa como para guardar entre sus sábanas coloridas dos cuerpos relativamente carentes de identidad. Su relación perezosa había sido tristemente rotulada, sometida al mismo manoseo de todas las parejas cocorocas. Eran como Todos, ante los ojos de estos Todos, por el mero hecho de haberse etiquetado, adjuntado a su unión simple un montón de letras sonantes que al completarse quedaban mudas, deshilachadas, desteñidas, y por el borde de las letras caía con desdén el pigmento negro.
Así la vida de ellos transcurría en la cotidianidad, al inicio, En La Dulce Cotidianidad, esa que es equivalente, por todos los costados, al fluir. Tenían una cierta conexión invisible, un indescifrable lazo, por donde manaba su comunicación, por donde viajaba sin obstrucciones hasta sus más sigilosos secretos de vida, sin pudores, sin tapujos.
Juntos jugaban a las mentiras, a inventar situaciones a años luz. Entonces ella le pedía que no lo hiciera, él le pedía que le creyera y ella generalmente terminaba llorando pidiendo perdón.
Lo miraba habitualmente atónita, perdida entre los espacios de los momentos vividos anteriormente, pues cada día que transcurría daba dos vueltas más al reloj. Cada día era equivalente a acumular escombros. Cada día se tiraban menos monedas. Cada día se desesperaba un poco más al preguntarse “donde”.
Él olvidó las palabras, las luces, los colores y encerrado entre cada fragmento de su piel amarilla se dedicó a enmantelar sus sonrisas.
Un día, de la pequeña cama apareció una boca enorme, cada diente de su amarilla dentadura era un presagio inherente, su lengua venía a saborear el último atardecer, el último llamado sordo. La boca era más que una asesina, era una llamada desesperada a la salvación, a la reinvención de almas desvanecidas.
Entonces pasó lo que generalmente pasa cuando se olvidan los signos. La boca partió por las sabanas secas, lamió con asco los caudales de enigmas, mordió las flores, los recuerdos, los boletos del teatro, el collar que él le había regalo en su cumpleaños, el pañuelo de lágrimas que ella había bordado para él, tardes de sol, tardes de lluvia, una serie de gritos claustrofóbicos, los niños fantasmas corriendo por el jardín de cartón, las voces al unísono, la luz brillando por sus cuerpos en la mañana…
Y de pronto, sólo quedó ella frente a él o él frente a ella, sin nada que decirse en un cuarto desmantelado

Foto.Residue of dream.Sally Gall